El Viejo de la Casa de Piedra

Había una vez un bosque, de los pocos bosques que quedaban, y en mitad de los árboles, hecha de piedra, había una cabaña.

El sotomonte casi rozaba los escalones de entrada al pequeño porche que daba paso a la puerta de madera, que no tenía ni cerraduras ni cerrojos, que llevaba hasta dentro de la casa. Sin embargo había unos metros limpios de yerbajos y matojos alrededor de ella y detrás un huerto por donde unas gordas gallinas picoteaban el suelo lozanas y un limpio camino de grava blanca que llevaba hasta el sendero principal del bosque.

La cabaña tenía un solo ventanal y una claraboya en el techo, en el porche había dos sillones cómodos y viejos, en uno se había quedado grabada la forma del que lo usaba, huecos en el cuero formados en años de sentarse allí a esperar. El otro sillón apenas tenía marcas de uso. Allí no se había sentado nadie, excepto en contadas ocasiones.

Los sillones estaban dispuestos de manera que, desde ellos, se podían contemplar la luna y las estrellas, el sol de media tarde y el amanecer. En uno, en el del hueco, había dibujados años de nostalgia, años de mirar hacia el cielo, de mirar hacia el borde del camino, años de espera. El sillón parecía triste, como si cada milímetro que perdiese de piel con el paso de los años, como si cada desgaste, cada merma, cada roce, estuviesen hermanados con los de la piel del hombre que sobre él se sentaba, cada noche, a pensar en ella.

Tras la puerta de madera se abría un mundo de papel. Había por todos sitios libros apilados, libretas escolares y papeles sueltos llenos de letras y de garabatos, de dibujos extraños, de versos inacabados, de tachones. Había papeleras llenas de bolas de papel arrugado y de trocitos muy desmenuzados, y en la chimenea se veían las inconfundibles cenizas que produce el papel cuando se quema. Palabras que el fuego había convertido en humo.

Había bolígrafos gastados o a medio gastar por doquier, lápices de todos los tamaños, había una mesa de madera gruesa de la que caían en cascada los libros y los papeles, como el centro de un tifón, desde la mesa parecían salir despedidos todos los demás objetos de la cabaña, como si se hubiesen desparramado desde allí en todas direcciones, como si la mesa, y no la cama, que estaba en un rincón, deshecha y relegada a su papel de guardiana del descanso, no fuese la parte más importante de la casa. Y de hecho no lo era.

Aquella mesa era el centro de todo, desde allí partían los sueños y las historias que habían embelesado al mundo entero.

Había una cocina diminuta, limpia y que resaltaba por su orden con el resto de la cabaña, a la que separaba una pequeña barra del tipo americana, había ajos y pimientos colgados y sartenes negras contra la piedra de la pared.

El hombre estaba ya en el invierno de su vida. Las manos le temblaban un poco cuando cogía el azucarero y a veces se olvidaba de cosas, cosas que antes no suponían esfuerzo alguno y que ahora le hacían sentarse un rato a pensar:

–        ¿Qué coño era lo que iba a hacer yo ahora?

Luego, su cabeza, su loco mundo interior, saltaba con otra chispa y se olvidaba del olvido, sin darle la más mínima importancia.

Junto a él había un perrazo enorme, un Gran Danés que debía dejar sus cuartos traseros fuera de la pequeña cocina porque no cabía, y en sus enormes fauces se perdían entre dos crujidos las galletas María que el hombre le daba de vez en cuando. El perro le miraba como miran todos los perros, sinceramente leal y agradecido. El hombre llevaba alimentándole y siendo su amigo desde que no era más que una bolita peluda.

Otra galleta. ¡Crunch, cronch, crach!

La cafetera de culo renegrido empieza a silbar, y la cocina y la cabaña entera se llena de un agradable olor a café recién hecho, un olor que impregna las paredes y los papeles, que huelen ya a toneladas de café, a tabaco de pipa, a sudor y a tinta.

Esta vez no derrama ni una gota al servirse, el café negro y con poco azúcar, un punto amargo como su propia vida. Aunque la verdad no puede quejarse. O quizás sí.

Había logrado alcanzar su sueño, su ilusión. Escribía historias, inventaba mundos, recreaba lugares y hacía nacer personajes que vivían aventuras y alegrías y dramas. Sus novelas se vendían y el público, los lectores, se dejaban las horas esperando su nueva novela, o la nueva aventura del Inspector Espada, su personaje más famoso y aquel que le había dado fama y reconocimiento.

Cuando salió al porche el sol empezaba ya despuntar por encima de los árboles y como cada mañana se sorprendió  a sí mismo pensando en ella. Otra vez su imagen riendo entre sábanas revueltas, de nuevo su olor que no había olvidado, su aroma a hembra satisfecha y feliz, su perfume a frescura.  La imagen acudió a él como un relámpago. Los cuerpos entrelazados, los paseos juntos durante aquel único fin de semana, las manos unidas, las miradas, las palabras y después el adiós, que los dos sabían sería para siempre.

De nuevo sintió la punzada clavarse muy dentro de su esternón y el vacío en su estómago casi le hace derramar el café. De sus ojos verdosos hizo el gesto de nacer una lágrima, pero no llegó a cuajar. Se sentó entonces en su viejo sillón y suspiró.

El café estaba rico y fuerte, encendió su pipa cargada hasta arriba de tabaco holandés y la encendió con parsimonia, pensando en su último libro (él sabía que sería el último) y en si mataba, o no, al Inspector Espada en su última aventura.

Sería lo más apropiado, pensaba, mientras en su cabeza, dentro de sus íntimos recovecos, aquellos lugares a los que tan sólo a ella había llevado, se revolvían en ideas e imágenes, en finales posibles, en inesperadas revueltas de la trama y en cómo se iban a tomar los lectores la muerte del inspector.

Cerró los ojos un instante, aspirando el aroma de los pinos y de los robles mezclado con el del tabaco de su pipa. Entonces el perro, que no ladraba jamás, se puso de pie, levantó sus enormes orejas y ladró dos veces. No era un ladrido de alerta o aviso. El perro ladraba de alegría.

Abrió los ojos y vio la figura al borde del camino de grava que llegaba hasta la casa. La reconoció al instante.

Su corazón empezó entonces a latir tan fuerte que el dolor del pecho desapareció. ¡Patabúm, patabúm!- hizo su bomba vital en cuando había visto la melena ondeando al viento.

Era más hermosa que un amanecer. Mucho más de lo que recordaba.

La vio caminar hacia él despacio, sin dejar de mirarle y de mirar a su alrededor, el perro se había acercado hasta ella, olisqueándola y moviendo la cola como si la conociese de toda la vida. Ella le acarició la enorme cabeza con cariño.

El hombre dejó la taza humeante y bajó los escalones del porche. Por segunda vez en su vida estaba a menos de tres metros de la mujer que amaba. Estaba nervioso como un quinceañero.

Los ojos se clavaron los unos en los del otro, las manos se buscaron y se enlazaron los dedos mientras una corriente voltaica los hacía estremecerse a los dos, luego se abrazaron y estalló una tormenta de sentimientos, un ciclón de sensaciones que se multiplicó por mil en cuanto sus pechos se pegaron.

Ninguno de los dos dijo nada. Se miraron en silencio mucho rato, tras haber estado mucho rato abrazados. Luego sus labios se fueron acercando y se besaron justo cuando el sol vencía la línea de árboles y los iluminaba.

Aquella noche durmieron abrazados, muy pegados el uno al otro, se durmieron abrazados casi hasta el amanecer siguiente, después de recuperar en unas horas toda la vida que habían pasado separados, después de apretarse tanto las almas que se quedaron pegadas ya para siempre.

Por la mañana, a la hora del café el Gran Danés miró en la cocina pero allí su amo no estaba. Fue hasta la cama y sí, allí estaban los dos, la cabeza de ella apoyada en el pecho de él, con el brazo extendido y la mano acariciando los labios del hombre, que parecía mirarla mientras la seguía teniendo todavía muy apretada contra él.

En la mañana del bosque se escuchó entonces un aullido largo y profundo. Un aullido de inmensa pena.

El perro olisqueó a su amo y a su nueva ama que tan poco tiempo habían tenido. Se tambaleó un poco y llorando como lloran los perros, con congoja y pena sincera y leal, salió al porche, bajó los escalones y se puso a ladrar como si se hubiese vuelto loco.

Alguien le escucharía. Alguien vendría…

FIN

© A. Villegas Glez.

 

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2 Respuestas a “El Viejo de la Casa de Piedra

  1. Asi es la vida,esperando un momento,y cuando llega,y se cumple,poder marcharse feliz de ese istante,que puede encerrar toda una vida,felicidades maestro

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