Archivo diario: 27 febrero, 2013

El Regreso

Al principio fue una putada.

Cuando me llamó el Capitán y me dijo que regresaba a España en el avión y no en el barco con el resto de la Agrupación el mundo se me vino a los pies. Pero en milicia no hay discusión posible, te cuadras, saludas, contienes las lágrimas que afloran a tus párpados y dices: ¡A la orden!, aunque cumplirla te arranque las tripas y las esparza sobre el suelo.

A alguien le tenía que tocar, las cosas son así, y al igual que hubo una comisión aposentadora a la ida, hubo otros que teníamos que regresar un poco antes para preparar el recibimiento de los camaradas a los que les esperaban seis o siete días de Buque de Transporte «Castilla» que meterse en el lomo.

Casi todos a los que nos tocó la china intentamos cambiar nuestra suerte, pero claro, a los que les tocase el cambio no se hubiesen conformado así que nos tragamos la rabia y la decepción (todos queríamos regresar juntos) y preparamos el regreso a casa.

Mi último día en Divulje, el último después de muchos, algunos claros, otros oscuros, algunos muy largos, otros muy divertidos, lo recuerdo entre brumas de lágrimas al despedirme y abrazos de los camaradas.

Fue un día raro, aquella noche apenas había podido dormir y en mi alma se clavaba la nostalgia extraña de abandonar el lugar que había sido tu hogar durante muchos meses. Volver la vista atrás y sonreír al recordar los momentos pasados y los amigos hechos que lo serían ya para toda la vida.

El viaje hasta España, ¡Oh sorpresa!, no lo haríamos en el Hércules  sino en el avión que, hasta hacía muy poco tiempo tenía asignada la Casa Real y al que, con aquel servicio, se le completaban las horas de vuelo que le faltaban al aparato para jubilarse. No sé si era un «siete-cuatro-siete» o algo así. Era un avión grande y cómodo con «azafatos» del Ejército del Aire y asientos mullidos.

Entramos en tromba. Todos, desde el mando más alto al último soldado nos desparramamos por el avión como desquiciados para luego, al escuchar los motores chillar y las ruedas moverse, tornarse la tristeza por dejar atrás a los camaradas en arrolladora alegría, alguien dijo:

– ¡Volvemos a España…!

Y se desató una felicidad indescriptible dentro, todos sonrientes y dándonos abrazos unos a los otros mientras los auxiliares de vuelo se las veían negras para mantenernos sentados.

El vuelo fue rápido y tranquilo. A mí volar me produce cierto canguelo – o mucho- pues si Dios hubiese querido que volásemos nos habría hecho pájaros y no humanos, así que, una vez pasada la euforia, me acurruqué en mi asiento muy encogidito y callado, tensándome como una cuerda de guitarra con cada bandazo y crujido, hasta que el piloto nos avisó por los altavoces de que en un minuto estaríamos sobrevolando las costas españolas…

Se me pasó todo el miedo, fue la vez que en un avión he estado más a gusto. Todos nos asomamos a las ventanitas pegando las cabezas unas a otras como si allí abajo estuviese lo más importante del Mundo.

Y, en verdad que sí era lo más importante y hermoso, pues allí abajo,  a no sé cuantos mil pies bajo nosotros, se perfilaba perfectamente contra el azul del mar la punta del Cabo de Palos o de la Nao, no recuerdo cual era de los dos, con la luz del sol de España reflejándose en la punta de los planos del avión y los ojos de casi doscientos españoles como platos mirando hacia su vieja y querida patria a la que regresaban después de muchos meses alejados de ella.

Llegamos a Torrejón de Ardoz en donde aterrizamos sin novedad. Yo agarrado como una lapa a los apoya-brazos,  forzando la sonrisa y apretando mucho los huevos contra el asiento, sin soltar el aire hasta que las ruedas tocaban tierra, saltaban, tocaban de nuevo, saltaban otra vez y se bamboleaban los planos hasta que, por fin, se agarraban los neumáticos al asfalto y el «pájaro» se posaba entre los bufidos de las turbinas en retroceso y el temblequeo de las bandejitas de los respaldos. Y yo me acordaba muy mucho de los hermanos Wright y de la madre que los parió.

Luego unos autocares del Ejército nos trasladaron hasta un acuartelamiento de la capital. Durante el trayecto no parábamos de cantar  y de tocar los silbatos que todos llevábamos colgando de la cuerdecita que teníamos enganchada a la hombrera izquierda y que distinguía a cada Compañía de la Agrupación. En la UAL habían sido blancas aunque, a aquellas alturas, eran de un gris ceniza oscuro.

Íbamos alucinando ya que parecía que hubiésemos pasado fuera mil años. M-40 abajo a toda leche y nosotros asomándonos a los ventanales del autobús para verle las piernas a aquella maciza, asombrándonos del traficazo que había, de los carteles de publicidad, del ambiente y hasta de la cara de la gente.

¡Estábamos en casa!

Estábamos todos locos por salir a celebrarlo. Y aunque algunos oficiales no querían no les quedó más remedio que darnos rienda suelta por los Madriles aquella noche. Imaginen, soldados, solteros y con soldada en la bolsa, no les digo más.

Pero éso sí, a la mañana siguiente a las ocho en punto estábamos todos presentes. Había que entregar el material y el armamento además de recibir las órdenes pertinentes pues todavía pertenecíamos a la Agrupación y hasta el Acto de Disolución todos estábamos a disposición de la Unidad. Había que preparar el recibimiento de los camaradas en Málaga. Su Majestad el Rey vendría a recibirlos y allí deberíamos estar nosotros formados para abrazarlos cuando desembarcasen. Luego habría un vino en el Campamento Benítez y cada cual después tomaría el rumbo que la vida le deparase. Pero a los camaradas les faltaban todavía seis días para llegar, así que nos dieron unos días de permiso.

Junto a un amigo, después de las despedidas y los «hasta pronto» de rigor con los camaradas gallegos, manchegos, extremeños o catalanes que se marchaba cada cual a su casa, fuimos a la estación de Atocha desde donde salía un tren a Málaga. No teníamos ropa civil y a ninguno se nos había ocurrido comprarla, vestíamos el uniforme mimetizado, uno limpio y nuevo que nos habían dado en el cuartel de Madrid, con los parches de brazo de las Naciones Unidas y la boina azul.

Hasta aquel momento aquello de ser casco azul, soldado de la ONU, representando a mi patria era algo que estaba ahí pero que nos provocaba más risa que otra cosa cuando lo comentábamos entre nosotros, reacios a darnos más importancia de la que teníamos.

Yo solamente sentía que había cumplido mi obligación y mi deber como soldado y que había vivido una experiencia enriquecedora, especial y que recordaría para siempre. Una aventura donde se mezclaron la risa más estruendosa con las lágrimas más amargas, el miedo y la rabia, el compañerismo y una intensa nostalgia por mi patria. Una experiencia que dejaría su huella en mí, igual que las que vendrían después, aunque por dentro sabía, que ninguna como aquella.

En los andenes de la estación mientras esperábamos el tren la gente nos miraba y cuchicheaban entre ellos. Las chicas se reían, los tíos nos miraban curiosos y entre todas las miradas había una general y unánime. Era una mirada de orgullo la que veías en los ojos de la gente. Primero sorpresa, luego curiosidad y después aquel destello de admiración y de hermandad. Aquellos ojos de los compatriotas que te miraban y sonreían, te hacían sentir que el esfuerzo, el sacrificio y todo lo demás, había merecido la pena.

Cuando subimos al vagón ya estaba casi lleno de gente, era septiembre y había mucho movimiento de viajeros. Al entrar el compañero y yo, uno tras otro por el estrecho pasillo, un abuelete nos miró y preguntó:

– ¿Vosotros sois ésos que salen en la tele… Los que están en Bosnia?

– Sí señor…

Y el hombre se levantó y abrazó a mi amigo con lágrimas en los ojos, luego a mí contagiándome las lágrimas emocionadas mientras decía a voces que: olé nuestros cojones y que viva España y la madre que nos parió.

Entonces el resto de pasajeros irrumpió en un aplauso salpicado con voces de «bravo y olés». Algunos nos daban la mano mientras intentábamos alcanzar, rojos como tomates de Almería, nuestros correspondientes asientos.

Y aquel día, cuando ya había acabado todo, cuando ya estábamos de regreso, fue el día que más orgulloso me sentí por llevar aquella bonita boina azul marino con el emblema de las Naciones Unidas encima de la cabeza y de haber dado, hacía ya tantos meses, aquel paso al frente cuando el Capitán preguntó en la formación de la mañana que quién quería ir a Bosnia.

Aquel día, en aquel tren, mis compatriotas me hicieron sentir como el mejor soldado del mundo. Me hicieron sentir el orgullo de ser un soldado español que regresaba a casa y se encontraba el abrazo cálido y el beso amoroso de una madre que apretaba fuerte en su regazo al hijo que regresaba.

A. Villegas Glez. 2013

 

boina azul

13 comentarios

Archivado bajo Personal